Alocución poemática
(Fragmento)
¿Habéis hablado ya todos?
¿Habéis hablado ya todos los españoles?
Ha hablado el gran responsable revolucionario,
y los pequeños responsables
ha hablado el alto comisario,
y los comisarios subalternos;
han hablado los partidos políticos,
han hablado los gremios,
los Comités
y los Sindicatos,
han hablado los obreros y los campesinos;
han hablado los menestrales;
ha hablado el peluquero,
el mozo de café
y el limpiabotas.
Y han hablado los eternos demagogos también.
Han hablado todos.
Creo que han hablado todos.
¿Falta alguno?
¿Hay algún español que no haya pronunciado su palabra?...
¿Nadie responde?... (Silencio)
Entonces falto yo sólo.
Porque el poeta no ha hablado todavia.
¿Quien ha dicho que ya no hay poetas en el mundo?
¿Quién ha dicho que ya no hay profetas?
Un día, los reyes y los pueblos,
para olvidar su destino fatal y dramático
y para poder suplantar el sacrificio con el cinismo y con la pirueta,
sustituyeron al profeta por el bufón.
Pero el profeta no es más que la voz vernácula de un pueblo,
la voz legítima de su Historia,
el grito de la tierra primera que se levanta en el barullo del mercado, sobre el vocerio de los traficantes.
Nada de orgullos
ni jerarquías divinas ni genealogías eclesiásticas.
La voz de los profetas -recordadla-
es la que tiene más sabor de barro,
de barro,
del barro que ha hecho al árbol -al naranjo y al pino-
del barro que ha formado
nuestro cuerpo también.
Yo no soy más que una voz -la tuya, la de todos-
la más genuina,
la más general,
la más aborigen ahora,
la más antigua de esta tierra.
La voz de España que hoy se articula en mi garganta, como pudo articularse en otra cualquiera.
Mi voz no es más que la onda de la tierra,
de nuestra tierra,
que me coge a mí hoy como una antena propicia.
Escuchad,
escuchad, españoles revolucionarios,
escuchad de rodillas.
No os arrodilláis ante nadie.
Os arrodilláis ante vosotros mismos,
ante vuestra misma voz,
ante vuestra misma voz que casi habíais olvidado,
de rodillas. Escuchad.
Españoles,
españoles revolucionarios,
españoles de la España legítima,
que lleva en sus manos el mensaje genuino de la raza para colocarlo humildemente en el cuadro armonioso de la Historia Universal de la Historia Universal de mañana, y junto al esfuerzo generoso de todos los pueblos del mundo...
escuchad:
Ahí están -miradlos-
ahí están, los conocéis bien.
Andan por toda Valencia,
están en la retaguardia de Madrid
y en la retaguardia de Barcelona también.
Están en todas las retaguardias.
Son los Comités,
los partidillos,
las banderías,
los Sindicatos,
los guerrilleros criminales de la retaguardia ciudadana.
Ahí los tenéis.
Abrazados a su botín reciente,
guardándole,
defendiéndole,
con una avaricia que no tuvo nunca el más degradado burgués.
¡ A su botín!
¡Abrazados a su botín!
Porque no tenéis más que botín.
No le llaméis incautación siquiera.
El botín se hace derecho legítimo cuando está sellado por una victoria última y heroica.
Se va de lo doméstico a lo histórico,
y de lo histórico a lo épico.
Ese ha sido siempre el orden que ha llevado la conducta del español en la Historia,
en el ágora
y hasta en sus transacciones,
que por eso se ha dicho siempre que el español no aprende nunca bien el oficio de mercader.
Pero ahora,
en esta revolución,
el orden se ha invertido.
Habéis empezado por lo épico,
habéis pasado por lo histórico
y ahora aquí,
en la retaguardia de Valencia, frente a todas las derrotas,
os habéis parado en la domesticidad,
y aquí estáis anclados,
Sindicalistas,
Comunistas,
Anarquistas,
Socialistas,
Trskistas,
Republicanos de Izquierda...
Aquí estáis anclados,
custodiando la rapiña,
para que no se la lleve vuestro hermano.
La curva histórica del aristócrata, desde su origen popular y heroico hasta su última degeneración actual, cubre en España más de tres siglos.
La del burgués, setenta años.
Y la vuestra, tres semanas.
¿Dónde está el hombre?
¿Dónde está el español?
Que no he de ir a buscarle al otro lado.
El otro lado es la tierra maldita, la España maldita de Cain, aunque la haya bendecido el Papa.
El español está en algún sitio, ha de ser aquí.
Pero, ¿dónde, dónde?...
Porque vosotros os habéis parado ya
y no hacéis más que enarbolar todos los días nuevas banderas con las camisas rotas y con los trapos sucios de la cocina.
Y si entrasen los fascistas en Valencia mañana, os encontrarían a todos haciendo guardia ante las cajas de caudales.
Esto no es derrotismo, como decís vosotros.
Yo sé que mi linea no se quiebra,
que no la quiebran los hombres,
y que tengo que llegar a Dios para darle cuenta de algo que puso en mis manos cuando nació la primera substancia española.
Esto es lógica inexorable.
Vencen y han vencido siempre en la Historia inmediata, el pueblo y el ejercito que han tenido un punto de convergencia, aunque este punto sea un endeble y tan absurdo como una medalla de aluminio bendecida por un cura sanguinario.
Es la insignia de los fascistas.
Esta medalla es la insignia de los fascistas.
Una medalla ensangrentada de la Virgen.
Muy poca cosa.
Pero, ¿qué tenéis vosotros ahora que os una más?
Pueblo español revolucionario,
¡estás sólo!
¡Solo!
Sin un hombre sin un símbolo.
Sin un emblema místico donde se condene el sacrificio y la disciplina.
Sin un emblema solo donde se hagan bloque macizo y único todos sus esfuerzos y todos sus sueños de redención.
Tus insignias,
tus insignias plurales y enemigas a veces, se las compra en el mercado caprichosamente el primer chamarilero de la Plaza de Castelar,
de la Puerta del Sol
o de las Ramblas de Barcelona.
Has agotado ya en mil conbinaciones egoístas y heterodoxas todas las letras del alfabeto.
Y has puesto de mil maneras diferentes, en la gorra y la zamarra
el rojo
y el negro,
la hoz,
el martillo
y la estrella.
Pero aún no tienes una estrella SOLA,
después de haber escupido y apagado la de Belem.
Españoles,
españoles, que vivís el momento más trágico de toda nuestra Historia
¡estáis solos!
El mundo,
todo el mundo es nuestro enemigo, y la mitad de nuestra sangre -la sangre podrida y bastarda de Cain- se ha vuelto contra nosotros también.
¡Hay que encender una estrella!
¡Una sola, sí!
Hay que levantar una bandera.
¡Una sola, sí!
Y hay que quemar las naves.
De aquí no se va más que a la muerte o a la victoria.
Todo me hace pensar que a la muerte.
No porque nadir me defiende
sino porque nadie me entiende.
Nadie entiende en el mundo la palabra "justicia". Ni nosotros siquiera.
Y mi misión era estamparla en la frente del hombre
y clavarla después en la Tierra
como el estandarte de la última victoria.
Nadie me entiende.
Y habrá que irse a otro planeta
como esta mercancia inútil aquí,
con esta mercancia ibérica y quijotesca.
¡Vamos a la muerte!
Sin embargo,
aún no hemos perdido aquí la última batalla,
la que se gana siempre pensando que ya no hay más salida que la muerte.
¡Vamos a la muerte!
Este es nuestro lema.
Que se despierte Valencia y que se ponga la mortaja.
¡Gritad,
gritad todos!
Tú, el pregonero y el speaker,
echad bandos,
encended las esquinas con letras rojas
que anuncien esta sola proclama:
¡Vamos a la muerte!
Que lo oigan todos. Todos.
Los que trafican en el silencio
y los que trafican con las insignias.
Chamarileros de la Plaza de Castelar,
chamarileros de la Puerta del Sol,
chamarileros de las Ramblas de Barcelona
destrozad,
quemad vuestra mercancia.
Ya no hay insignias domésticas,
y no hay insignias de latón.
Ni para los gorros
ni para las zamarras.
Ya no hay cédulas de identificación.
Ya no hay más cartas legalizadas
ni por los Comités
ni por los Sindicatos.
¡Qué les quiten a todos los carnets!
Ya no hay más que un problema.
Ya no hay más que una estrella,
una sola, SOLA, y ROJA, sí,
pero de sangre y en la frente,
que todo español revolucionario ha de hacérsela
hoy mismo,
ahora mismo
y con sus propias manos.
Preparad los cuchillos,
aguzad las navajas,
calentad al rojo vivo los hierros.
Id a las fraguas.
Que os pongan en la frente el sello de la justicia.
Madres,
madres revolucionarias,
estampad este grito indeleble de justicia
en la frente de vuestros hijos.
Allí donde habéis puesto siempre vuestros besos más limpios.
(Esto no es una imagen retórica.
Yo no soy el poeta de la retórica.
Ya no hay retórica.
La revolución ha quemado
todas las retóricas.)
Que nadie os engañe más.
Que no haya pasaportes falsos
ni de papel
ni de cartón
ni de hojalata.
Que no haya más disfraces
ni para el tímido
ni para el frivolo
ni para el hipócrita
ni para el clown
ni para el comediante.
Que no haya más disfraces
ni para el espía que se sienta a vuestro lado en el café,
ni para el emboscado que no sale de su madrigera.
Que no se escondan más en un indumento proletario esos que aguardan a Franco con las últimas botellas de champán en la bodega.
Todo aquel que no lleva mañana este emblema español revolucionario, este grito de ¡Justicia! sangrando en la frente, pertenece a la Quinta Columna.
LEÓN FELIPE
viernes, 18 de octubre de 2013
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